Me gusta mucho la palabra parvulitos. Tiene en su sonido un algo melancólico de ese tiempo pasado ya, evocado desde la añoranza por un adulto que a veces reniega de crecer; pero también tiene un halo divertido, risueño y travieso.
Pero los niños ya no van a parvulitos, en su defecto les toca asistir a infantil, y borrando así la etapa de mis primeras experiencias con el colegio me enrabieto pensando que antes los Reyes Magos existían y ahora como mucho te toca uno campechano que aún no sabes muy bien qué hace.
Con cinco años ibas al cole con tu pequeña mochila en la que metías el bocadillo que te hacía tu madre. Algún infante afortunado tenía un phoskitos o similar, mi madre siempre decía que esas cosas artificiales no alimentaban, y mientras daba un mordisco al pan con chorizo miraba con ojos ávidos el chocolate rosa fosforito de la pantera rosa.
Por la tarde se dormía la siesta apoyando la cabeza en la mesa, como había visto hacer a mis abuelos; y nos sentábamos chicos y chicas juntos sin importar nada... bueno sí, el color de la plastilina que tuvieras, que a mí el negro no me gustaba nada.
Crecer es todo un misterio.