Las vacaciones de estío siempre son una buena época para regresar a aquellos sitios perdidos de la mano de Dios en los que durante muchos años pasaste los meses de julio y agosto. Los pueblos. Esos pequeños municipios con 100 casas abiertas en verano y cinco en invierno, que te hicieron libre desde los tres hasta los 18 años.
Porque el pueblo era el lugar al que tus padres te desterraban en vacaciones para que tus abuelos se ocuparan de ti… un poquito. Sólo para dormir y comer… algunas de las necesidades básicas. Porque si te venían ganas de ir al baño mientras estabas jugando, cualquier callejuela era buena para echar un pis y seguir jugando a pillar.
Y todo el día en la calle, y el cuerpo que dejaba ver tu ropa estaba negro del sol y de la roña –un poquito- y tus rodillas llenas de zorrostrones. ¿Pero qué más daba? Todos éramos felices montados en bici y jugando al escondite o la cadeneta, o yendo de excursión por el campo y parar a merendar esos bocadillos que hacían las abuelas de pan con chocolate… o de pan con chorizo.
Pero el tiempo pasa, y al final acabas cambiando tu necesidad de bici por la del coche, tus ganas de estar en la calle por las de estar en casa aburrido pensando que fuera hace demasiado calor; tu mirada de niño por la de un adulto al que el pueblo ya le parece un aburrimiento porque todos sus amigos dejaron de ir: trabajos, novios… otra vida llena de preocupaciones que te aleja de aquello que tantos años te hizo feliz.
Y llega un verano en el que cambia todo y vuelves al pueblo con ilusión, y te vas acercando con el coche y comienzas a recordar todos esos sitios donde veías de noche las estrellas tumbado… y comienzas a atravesar las calles para notar que vuelve a haber bullicio, que no hay más que niños en bici gritando y riendo… y ellos son los protagonistas que tú y tu pandilla fuisteis hace mucho. Los que ahora se suben a los árboles, los que están deseando que lleguen las fiestas para bailar en la plaza con la verbena, o los que no pisan por casa hasta que sus abuelos les van a buscar porque la comida se enfría.
Aparcas junto a la casa que tantas veces te vio caerte de la bici cuando aprendías, y descubres que todo es un poquito más viejo pero cargado de una extraña energía que te rejuvenece. Y coges la bici llena de polvo, con la que te tambaleas porque hace años que no montabas, y das una vuelta hasta llegar a las bodegas, donde hasta hace unos años siempre te esperaban con la puerta abierta, un vaso de vino y un poquito de queso y chorizo.
El tiempo pasa… pero algo se mantiene… ese ambiente de las mujeres a la puerta de su casa en corrillos hablando, y volviendo la cabeza cuando alguien pasa junto a ellas mientras preguntan en alto quién es; ese ambiente en el que los padres pueden despreocuparse y dejar que sus hijos vaguen libres por cualquier sitio; ese ambiente natural y sencillo donde puedes salir a la calle en pijama a comprar el pan cuando llega la furgoneta que lo vende; o donde no te preocupas en arreglarte para subir a dar una vuelta… ese ambiente que aún no hemos contaminado del todo.
…Me alegro de haber regresado …